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27/7/10

¿Cuánto cobra a García?... era La Matataxistas




Quitzé Fernández

Cuando Cristina Soledad Sánchez Esquivel subió al auto de Héctor Manuel la tarde del 4 de junio, aún no era conocida como La Matataxistas, pero ya era una asesina consumada. Pocos sabían que en un pozo de agua ubicado en El Cerro del Fraile, muy cerca de García, Nuevo León, sumergía cadáveres a casi trescientos metros de profundidad.

“No me importa que tengas familia, también la vamos a matar y a echar al pozo”, contó las sentencias de muerte Aarón Herrera Pérez, El Azteca, amigo y cómplice de a quien en su juventud conoció como La Plomera, muchos años antes de ser lo que es ahora y después de que la Dirección Estatal de Investigaciones lo capturara tras la denuncia de Ezequiel Herrera Nájera, su padre.

De hecho, los investigadores de Coahuila y Nuevo León tampoco sabían que Cristina Soledad lideraba una banda de matones. Ni que había asesinado al menos a cinco hombres con características similares, entre ellos a su amante. Tiempo después, tras las sombras de su detención, confesaría que fue ultrajada y vejada en múltiples ocasiones. De ahí su odio.

“¿Crees en Dios? La libraste de milagro. Se está lamentando de no haberte matado”, habría de confiar un policía investigador a Héctor Manuel Nerio Balderas, mientras rendía su declaración en la Procuraduría General de Justicia del estado de Nuevo León la madrugada del 5 de junio, cansado y hambriento tras la batalla.

A esa hora los rotativos estaban cocinando la historia de esa mujer robusta, morena y de 31 años que abordaba taxistas: apuñalaba o disparaba en parajes de la carretera a Icamole para vender sus autos en 20 mil pesos.

Héctor Manuel, de 60 años, originario de Charcas, San Luis Potosí, dijo sentir que se le iba el aire cuando escuchó: “Usted acaba de nacer. Ya confesó que mató a cuatro”. La mano y el cuello sangraban moderadamente a causa de un navajazo.

“Tengo un mes y siete días de nacido”, respiró hondo al momento de subir el primer pasaje desde aquel ataque.

El destino sería precisamente el lugar donde iba a ser su tumba.

Y es que Cristina Soledad se paró en la acera de Periférico Luis Echeverría Álvarez, justo afuera de la central de autobuses de Saltillo, poco antes de las cuatro de la tarde. En la mano traía un boleto de autobús: su gesto serio, seño fruncido.

Pese a que varios taxistas sonaron sus claxon, ella observó, al menos así piensa Héctor Manuel, al hombre con el perfil de victimario:

“Casi todos son de mi edad, nada más ese otro pobre muchacho de Saltillo que mató”, refiriéndose a Omar Pérez Velásquez, de 31 años, avecindado en la colonia Privadas La Torre, a quien sus familiares reportaron como desaparecido el 28 de mayo ante la Fiscalía General del estado de Coahuila. Hallado finalmente en ese pozo, oscuramente muerto y en estado de descomposición.

—¿Cuánto cobra a García, Nuevo León? Es que se fue mi camión–, dijo enseñando un boleto.

—Quinientos pesos, si lleva equipaje cobro más.

Cristina Soledad negó con la cabeza, subió a la parte trasera del Nissan Tsuru. Tomó asiento del lado izquierdo. El calor era insoportable, sofocaba, sobre todo por los 130 kilómetros que duró el silencio de la pasajera durante el trayecto, únicamente fragmentado por el nerviosismo de la mujer al ver dos patrullas de la Policía Federal en el entronque de la carretera libre a Laredo.

Ella habló hasta entrar a García. Comentó que posiblemente la esperarían unos familiares; después que si la llevaba a un lugar conocido como Los Arcos de Icamole, ubicado en el kilómetro 12, cerca del poblado Cerritos y del rancho El Lagartijo.

—Hasta aquí no entro, no meto el carro a terracería”—, rompió Héctor Manuel al ver un camino de tierra bordeado por un monte inmenso, sólo escuchaba el rugir de los transformadores de energía confundiéndose con las chicharras.

—Nada más hasta la lomita, me están esperando. Ya para que no se queje voy por el dinero, por ahí vivo.

Héctor Manuel aflojó los músculos, pensó: “Aquí la espero”.

Pero Cristina Soledad brincó hacia el lado izquierdo del auto, con la mano derecha lanzó un navajazo y con la izquierda sujetó al taxista por el cuello girando su rostro. Intentó reaccionar; el cinturón de seguridad lo amarró. Ella gritó: “Hasta aquí llegaste, hijo de tu chingada madre, tanto veniste chingando que te va a cargar”.

“¿Ha escuchado usted la puerta de una bisagra cuando rechina? Así se oyó mi cuello cuando me jaló”, recordó Héctor Manuel Nerio, porque a causa del jalón el lado izquierdo del cuerpo se le durmió.

Cristina Soledad bufaba de coraje, como bestia: “Ahí viene mi comando ¿No viste que agarré el celular?”. Estaba fuera de esta realidad, pidió que su víctima bajara despacio del carro para no mancharlo de sangre. Él comentó que iba a poner el freno de mano, cuando tomó la palanca sintió la viscosidad tibia a causa de la herida que le afectó tres dedos.



Héctor Manuel apagó la marcha, dejó de sentir la opresión. Con sus manos tomó la pierna dormida; bajó del carro. Ella estaba detrás, aleccionó: “¿Ves la lomita? Vas a caminar derecho por el camino, papacito. Nada que agarras piedras o corres”.

A lo lejos observaba cuerpos, escuchaba voces de hombres. Caminó unos metros; los músculos fueron aflojando. Y corrió en medio del monte recibiendo las punzadas de la lechuguilla en sus tobillos. En su carrera tomó un leño picudo dispuesto a herir a quien se cruzara en la carrera.

Finalmente, llegó al rancho El Lagartijo. Pensó que posiblemente se tratase de cómplices de Cristina Soledad Sánchez; observó a dos pequeños que lo reconfortaron por tratarse de un lugar familiar.

Jolino, el perro guardián del rancho, ladró. Y Rolando Castañeda, encargado del lugar, salió en compañía de su amigo Felipe Solís para ver de qué se trataba. Rolando, de 30 años de edad, llevó al hombre que sangraba y pedía ayuda al Depósito Hugo, atendido por Heliodoro Aguiñaga Lara, quien vende refrescos, cervezas y frituras.

En el lugar estaba Manuel de la Cerda, de 60 años, hombre que durante los años setenta fue taxista en Monterrey y quien recordó la camaradería del oficio.

Heliodoro ofreció un trapo porque la hemorragia de Héctor Manuel había manchado el piso; él se negó pidiendo pronta ayuda telefónica a la Policía Municipal de García, quienes tardaron aproximadamente 10 minutos en llegar.

En su desesperación sangrante, Héctor Manuel dijo que escuchó cuando su atacante encendió el motor del auto. Y que posiblemente podía encontrar alguna identificación en el lugar de los hechos, a pocos metros de ahí.

Rolando, Felipe, Heliodoro y Manuel fueron a buscar, mientras Héctor Manuel interceptó a los oficiales de la Policía Municipal para explicarles, en pocas palabras, que no necesitaba atención médica, sino capturar a quien minutos antes lo había atacado.

'Caza' la migra rosa de Arizona



Osvaldo Antonio Robles/ El Norte

Hoy habrá safari. Las celdas para los indocumentados están listas. El cazador es amante de los pósters que llevan su foto avanzando en un tanque de guerra. Su tropa tiene instrucciones de inmovilizar a sus "presas" con esposas rosas y alimentarlos con queso verde: el queso del Sheriff Arpaio.

Dicen que en este desierto encaprichado de Phoenix se suele cazar a temperatura infierno de casi 50 grados.

Los cerros rojizos y sus enormes edificios forman una suerte de cordillera-olla que fascina a los miembros del safari. Les surte de casi 20 mil "presas", todos trabajadores indocumentados.

Aquí las cosas funcionan así: los más grandes, una corporación de unos 3 mil policías, tienen una misión, que es cazar inmigrantes en supermercados, barrios, restaurantes y fábricas.

Las "presas" se esconden en casas rodantes ancladas en pequeños suburbios a las orillas de la ciudad, evitan ante todo hablar español en público y los fines de semana salen sólo si es estrictamente necesario.

Desde hace meses han dejado de congregarse en iglesias, visitar centros comerciales y pasear por parques públicos.

Su delito: perseguir el sueño americano en un territorio que alguna vez fue mexicano.

'Vivimos con miedo'

Es un miércoles de mayo en Arizona, son días difíciles en Phoenix, la capital donde el 30 % de los más de 6.5 millones de habitantes es de origen hispano.

En los jardines del Capitolio, activistas defensores de los derechos civiles mantienen desde hace 33 días un plantón contra la Ley SB1070, que a partir del 29 de julio convertirá en delito ser inmigrante ilegal en este estado fronterizo con Sonora.

Ahí, frente a una imagen de la Virgen de Guadalupe flanqueada por banderas de Estados Unidos, está sentada Nora Dávila, una mexicana residente que ronda los 50 años, quien se tiñe el pelo de rubio y a la que se le inflama el pecho cuando habla de los inmigrantes.

"Somos perseguidos, la gente está escondida, vivimos con miedo", dice sin dejar de arrullar a Kevin, su nieto nacido en Arizona.

"Arpaio nos está separando de nuestros hijos, nos están agarrando para deportarnos. Ellos nacieron aquí, ni siquiera hablan español".

Arpaio, el cazador al que hace alusión esta mujer, es el autonombrado "sheriff más duro de América", el comisario del Condado de Maricopa, Joe Arpaio, un septuagenario de pelo cano, ceño fruncido y abdomen abultado que se ha convertido en el villano favorito de la comunidad hispana.

Desde que Arpaio fue electo por primera vez en 1993, sus oficiales han detenido y puesto a disposición del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) más de 34 mil 727 inmigrantes por delitos que van desde circular con un parabrisas ligeramente dañado hasta homicidio.

La nueva ley facilitará el safari, los policías podrán verificar la situación migratoria de una persona ante la sola sospecha de que ésta no se encuentra legalmente en el país.

Pero Arpaio es, de alguna manera, uno más de esos que persigue: sus padres fueron inmigrantes italianos.

Su carrera policial empezó en 1950 cuando se enlistó en el Ejército de Estados Unidos, donde sirvió hasta 1953.

Después fue oficial de policía en las ciudades de Washington y Las Vegas. Fue tan efectivo que logró convertirse en un agente antinarcóticos de la DEA.

En la Agencia Antinarcóticos desempeñó misiones en Turquía, Medio Oriente, Sudamérica y México, pero nunca aprendió español.

Terminó una carrera de 32 años en la DEA en Arizona, donde en 1992 contendió para convertirse en sheriff del Condado de Maricopa, donde ha sido reelecto cada 3 años hasta estos días.

La cárcel de Arpaio

El viaje me lleva a Tent City, "la Ciudad de las Carpas", una cárcel a las afueras de Phoenix fundada por Arpaio. Me dijeron que en esta prisión los animales son más queridos que los indocumentados, y tienen razón.

Arpaio parece tener un buen corazón. Cerca de ahí ha convertido una antigua cárcel en un asilo para mascotas maltratadas. Perros hiperactivos y gatos panzones gozan del corazón del sheriff. Duermen en cubículos climatizados y comen alimento especializado. Mientras, en Tent City los reos se resguardan de los 44 grados y el sol de mediodía en carpas verdes ancladas en un patio de rejas electrificadas a cielo abierto.

Bajo cada uno de los tendidos hay una docena de literas oxidadas y un ruidoso abanico de aspas metálicas colgando de un extremo.

Me han permitido caminar por la penitenciaria de Arpaio.

Los reclusos parecen sacados de una película de los 60, o tal vez de "El Rock de la Cárcel" de Elvis Presley. Visten un holgado y grueso uniforme blanco con rayas negras horizontales.

Los rayos del Sol rebotan en el piso de arcilla. Algunos se han despojado de la camisola para amainar el calor, revelando tatuajes con nombres de mujeres, calaveras y Cristos.

Otros usan sólo un calzoncillo rosa. Por orden del sheriff, en esta prisión sólo puede usarse ropa interior de ese color.

Desde la parte alta de una litera, un hombre moreno y delgado, que finge leer una Biblia, me suelta una advertencia.

"Póngale que no vengan para acá, que vayan a Texas o a Nuevo México, menos a Arizona. Está muy duro acá, no nos quieren a los mexicanos", dice sin que la oficial, una mujer negra con músculos torneados y nulo español, advierta sus palabras.

Ingreso al inmueble que aloja al comedor y los baños. Compruebo que en esta cárcel los sanitarios no tienen puertas, hay cero pornografía, están prohibidas las películas de cualquier tipo y el café, pero, eso sí, hay mucha mortadela y queso verde porque los nutriólogos le han dicho a Arpaio que eso es suficiente para sobrevivir.

En Tent City sólo se come dos veces al día y sus comidas son las más baratas de todas las prisiones de Estados Unidos: 35 centavos de dólar, poco más de 4 pesos. La sal y la pimienta no existen. Prescindir de ellas, presume Arpaio, le ha representado al Condado ahorros por más de 20 mil dólares al año.

Aquí las visitas están prohibidas, la televisión sólo transmite el Disney Channel y el canal del clima, como si fuera necesario saber que mañana el sol del desierto se sentirá como fuego y la temperatura volverá a acariciar los 50 grados centígrados.

En esta cárcel "hay vacantes", así lo dice un letrero en luz neón parpadeante que Arpaio mandó colocar en lo alto de una torreta climatizada desde donde un corpulento oficial con rifle en mano vigila que alguien no se atreva a trepar la alambrada de alto voltaje.

Mientras recorro la prisión, recuerdo la petición de Juan, el taxista inmigrante originario de Michoacán: "Si lo ve, pregúntele que por qué tanto odio a los mexicanos".

La ley de Joe

Entre los inmigrantes pululan leyendas urbanas que intentan explicar la dureza de Arpaio.

Juan me contó un par: durante su estancia en México como agente de la DEA, uno de sus hijos habría sido atropellado. Otra versión sostiene que, ya en Arizona, un inmigrante indocumentado entró a robar a su casa.

Más tarde en su oficina en el séptimo piso del rascacielos Wells Fargo en el corazón de Phoenix, Arpaio se ríe de ambas historias.

Lo encuentro detrás de su escritorio hablando por teléfono.

Lleva puestos lentes de aumento, viste un traje gris y una corbata roja sobre la cual se ha puesto un pin de una pistola que usa a diario.

Mientras sostiene el auricular me observa con su gesto duro, el mismo de las fotos en los diarios que lo hace parecer permanentemente enojado.

Sobre el escritorio está su último libro: "Joe's Law" (La Ley de Joe). Un guardaespaldas negro y de casi 2 metros de estatura se ha quitado el saco dejando ver que lleva un arma en la fornitura colgada del torso.

Me observa detenidamente y abandona la sala.

Mientras el "sheriff más duro de América" se despide de su interlocutor, recorro su oficina de alfombra roja y paredes de madera tapizadas de reconocimientos, trofeos y fotografías, muchas fotografías.

En una aparece tripulando un tanque de guerra rotulado con su nombre en un desfile local. Otro marco exhibe una caricatura a mano de él ataviado en un traje blanco, lleva una escopeta al hombro y con la mano izquierda muestra la placa de estrella con cinco picos.

También hay colgadas tres tablas de castigo como las de la película "Walking Tall", un filme setentero que trata sobre un sheriff incorruptible, intolerante y famoso por quebrar algunas leyes para aplicar justicia.

Una placa más reza: "I do it my way" (Yo lo hago a mi manera).

A sus espaldas está un tablero de madera con el mismo letrero en neón que anunciaba que hay vacantes en la torre de vigilancia de Tent City y la agenda que les ha dictado a los reclusos.

"Hoy: trabajo pesado, cortes de pelo, sandwiches de mortadela, comidas de 35 centavos, televisión educativa, ropa interior rosa, calor de más de 50 grados, prueba antidoping. Prohibido: Fumar, películas, café, revistas de chicas. Si no quieres el castigo, no cometas el delito".

Al fondo veo unas esposas rosas, ésas que se han convertido en souvenirs en las tiendas locales, donde se consiguen por 15 dólares, o bien los boxers del mismo color, las tazas, llaveros, gorras y fundas para palos de golf cuyas ganancias son destinadas a la Fundación de Asistencia Juvenil de Arpaio.

Contra una amnistía

Por fin cuelga el teléfono. Una breve presentación y le hago una pregunta que raya en lo obvio: ¿Hay una cacería de indocumentados en Arizona?

"Nosotros no salimos a la calle por personas para preguntarles de dónde son", dice en tono solemne.

Asegura que sus redadas son resultado de investigaciones sobre delitos cometidos por inmigrantes, principalmente robo de identidad; usar un número de seguridad social ajeno para conseguir un empleo.

¿Tiene algún resentimiento contra los mexicanos?, le pregunto.

"Tengo cuatro nietos mexicanos, uno de ellos con síndrome de Down, uno de ellos es negro, mi nuera es hispana", argumenta.

"Si fuera racista estaría atentando contra mi propia familia".

Pero el Arpaio de los nietos mexicanos y la nuera hispana no está de acuerdo con una reforma migratoria porque dice que los inmigrantes indocumentados han violado la ley al cruzar ilegalmente la frontera.

"Estoy definitivamente en contra de una amnistía", dice casi separando la frase en sílabas, como intentando decirme que sus palabras tienen peso.

Pero usted también es hijo de inmigrantes, le recuerdo.

"Inmigrantes legales", subraya con el índice levantado. "Legales, no ilegales".

Asegura que las ropas rosas que obliga a los reos a usar no tienen otro significado que desincentivar el robo cometido por los reclusos cuando dejaban Tent City.

"Teñimos los calzones (de rosa) y asunto arreglado".

Arpaio está convencido que las carpas que ha colocado no son inhumanas. Incluso compara a Tent City con una cárcel mexicana y dice que la suya gana en comodidades.

"Si usted ha ido a visitar una cárcel en México sabrá que la cárcel de aquí es como un hotel comparado con eso", dice sonriendo y volteando a ver a uno de sus asistentes, que se ríe del chiste del jefe.

Arpaio se tiene que ir, pero la intención de hablar más de él se resume en un póster que ahora mismo extrae de su escritorio y en el que aparece en Tent City ataviado con su uniforme caqui y el dedo índice apuntando a la cámara. Arriba, la frase "Crime never pays" (El crimen nunca paga).

Por iniciativa propia, y como un artista dándole fin a una entrevista, toma un plumón negro, escribe mi nombre en el póster y seguido la frase: "Buena suerte" en español. Imagino que es lo que les dice a todos los que lo visitan.

"Es un bonito souvenir", dice convencido, para después recomendarme comprar sus libros en la tienda del edificio.

Quizá esta polémica Ley SB1070 debería llamarse como su libro: "La Ley de Joe".

(Osvaldo Robles/Agencia Reforma)

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