4/8/10

El niño que se convirtió en 'El Asesino de las Vías'



Darío Dávila / LA REVISTA enviado

Puebla.-Ya no supieron de él. Lo vieron cruzar a sus 12 años la milpa y treparse a un camión dejando atrás San Nicolás Tolentino y sus campos de caña. Pero Ángel Leoncio regresaría a la memoria del pueblo 30 años después: era el “Asesino de las vías”.
En San Nicolás Tolentino nunca sepultaron el recuerdo de Ángel Leoncio. Por eso, cuando una tarde de junio vieron a unos gringos llegar en camionetas para preguntar por Ángel, la memoria del pueblo revivió: ese niño, que ahora tenía 39, lo buscaba el FBI por un extraño rito: asesinar siempre en las cercanías del ferrocarril.
¡Sí, soy yo! –dijo don Rafael Reséndiz, tío de Ángel Leoncio, cuando los agentes del Buró Federal de Investigación se le aparecieron hace 8 años.
Don Rafael y San Nicolás Tolentino estaban en la base de datos del FBI. Su nombre para los investigadores no era gratuito. Ángel Leoncio, el niño a quien don Rafael crió recién nacido, había decido llamarse así desde que llegó a Estados Unidos a finales de 1976.
Así que la visita de los agentes a hasta el pueblo de San Nicolás Tolentino tenía un objetivo: cazar al mexicano que según ellos, podría estar ocultó entre la gente que lo vio crecer.
Don Rafael Reséndiz, recuerda ese momento y narra: “Llegaron varias camionetas y andaban por todo las calles del pueblo. Entonces fueron a buscarme cuando regresaba de ver lo de la siembra…para ese momento supe lo que había hecho Ángel”.
El hombre acaricia los 72 años. No le gusta hablar mucho y con trabajos suelta: - Me lo trajeron cuando estaba recién nacido. Mi hermana Virginia Reséndiz, me lo dejó. Ella tuvo que irse. No sé por qué su padre se apartó de ellos. Sólo vino una mañana y me lo dejó”…

- ¿Y ya no le dijo nada más don Rafael?
- No, se fue y ya no regresó.
¿Tendrá una foto de él?.
¡Ah sí!, deje ver. ¡Vieja –le pregunta entre gritos a una mujer que asoma de su casa- ¿tenemos de cuando Ángel estaba chiquillo?. La mujer asienta con la cabeza.
¡Híjole a ver si las encuentro!.

Transcurren los minutos y no pasa nada. Al contrario, don Rafael, sus ojos lagañosos y sus piernas parecen cansarse del reportero.

¿Y dígame don Rafael, qué recuerda de Ángel?
Pues era alegre como todos los niños. También Juguetón. Los sábados me lo llevaba al campo. A la caña. Y ¿sabe algo? Él conoce el campo. Aquí se crío. Siempre ignoramos porque desapareció. Una tarde ya no regresó de la escuela.


ANGEL LEONCIO(EL PRIMERO DE ARRIBA HACIA ABAJO) EN UNA FOTO DE PRIMARIA


El señor Rafael se detiene por un momento en la plática. Se le recuerda la petición de la foto de Ángel, Hace que no escucha. Mejor sigue contando: …con decirle que hasta mi madre, hasta le ponía ofrenda cada año, porque nunca supimos de él. Me acuerdo que se ponía a jugar con sus amigos y se iban a nadar al río.
-Mire –dice señalando el horizonte- ¡allá se ponía a jugar con sus amigos de la primaria.

A don Rafael se le acaban pronto las palabras. También la paciencia. -Con su permiso –dice con dejo de fastidio- tengo que irme. Entonces se mete a casa y cierra la puerta.


EL VIEJO ACUEDUCTO DE SAN NICOLAS TOLENTINO.


Más abajo, las coordenadas del don Rafael dan en el blanco. Ahí, a unos 500 metros está el río donde jugaba Ángel al salir de la primaria. Ahora lleva detergente, orines y algunos cadáveres de perros. No queda nada de esa poza donde el niño menudito se echaba clavados para apaciguar el calor de aquel pueblo con viento abrasante.

San Nicolás Tolentino, ubicado a una hora de Puebla, siempre fue caluroso. De a poquito se fue quedando sin sus hombres por aquello de que cruzando la frontera les iría mejor. Y sus mujeres se quedaban ahí, azoradas viendo a sus críos correr en la explanada del pueblo o chuparse pedazos de sandía jugueteando por entre los enormes pilares de su acueducto sin agua.

Ahí también jugueteaba Ángel, escuchando a lo lejos los bramidos de los becerros regados por los corrales. Esa era su ruta a la primaria “Francisco I. Madero”. Siempre a la misma hora. Con los botines de casquillo salpicados de lodo y el cabello puntiagudo como espina de maguey, Ángel había escrito en esa primaria otra historia que nadie ha contado.

La escuela de San Nicolás está pegadita a aquel acueducto por el que ya no circula agua. Se parece a esas primarias de pueblo que de colores chillones que aparecían en los relatos de libro de texto gratuito de los años 80. Los niños entran y salen corriendo. Ignoran los relatos que ahí se tejieron a finales de 1972.

Pero tampoco es conveniente que lo sepan. Por lo menos así lo piensa su director, Álvaro Castillo, un hombre de bigote tupido y piel rojiza. El profesor sabe que ahí estudió Ángel Leoncio Reyes y por eso pide. – Mire, no es muy grato que nuestros alumnos sepan que aquí estudió una persona que anduvo asesinando.

¡De verdad! –agrega- no es grato, entiendo que usted hace su trabajo pero no es bueno que la gente identifique a nuestra escuela con el asesino ese, comenta el maestro con un dejo de desdén sobre la historia de Ángel Leoncio

A su lado pasan corriendo niños bajitos con barritos en la cara. El profesor se contiene en llamarles la atención y para zafarse prefiere dar una pista del próximo eslabón: “El que debe saber es que el conserje que en su momento fue compañero de clase de Ángel. Miren –dice señalando a un montón de gente y una calle terregosa- vive por allá. (El nombre lo omitimos por razones de seguridad).
Los gritos de los niños no cesan. Tampoco el calor que ya hace estragos con regueros de sudor por doquier. Pero al conserje parece no incomodarle. Algo tiene que no parece de 40. Casi la mitad de ellos ha prestado sus servicios como conserje en la escuela Francisco I. Madero.

Y así recuerda a Àngel Leoncio: -Él tenía entonces 12 años y yo como 10. Bien que acuerdo cuando con cadenas y piedras comenzaron a pegarle a un conserje que había lastimado a uno de los profesores”.

-¿Y qué paso aquella vez?, se le insiste al hombre.

Bueno –dice mientras se acerca a la entrada de la primaria- el conserje de aquel entonces estaba borracho y lastimó con una varilla al profesor de Ángel. Éste se enteró y junto con otros dos niños comenzaron a pegarle. Él traía una cadena y las demás piedras. El conserje quedó muy lastimado. Nadie quiso hacer público eso.

Calleja ha comenzado a hablar de más. Ya es muy tarde para arrepentirse. Tras haberlo convencido, se dirige con paso acelerado a la dirección de la primaria. Ahí, en un cuartito contiguo a la oficina del director, permanece una decena de cajas. Todos llenas de ese polvo denso que se aferra a las cosas viejas.

En realidad, las cajas resguardan los archivos escolares. Álbumes de fotos y más fotos de niños que han pasado por la primaria Francisco I. Madero. Algunos ya murieron, otros han matado. Sus fotos han quedado ahí, en forma de ovalo y con manuscrita los datos de cada uno de los alumnos.

Las imágenes amarillentas pegadas sobre hojas rayadas van de generación a generación. Cada una tiene un nombre distinto. Sin embargo existió una que quedó marcada la de 1966-1972: la “Generación Benito Juárez” de Ángel Leoncio.



RAFAEL RESÉNDIZ, CRIÓ DURANTE LA NIÑEZ ÁNGEL MATURINO.


La Revista tuvo acceso a ese archivo. En una de esas fotos está Ángel Leoncio Reyes y sus doce años. Con el cabello corto y puntiagudo. La mirada tranquila. “Uno nunca se iba a imaginar que Leoncio iba a hacer cosas tan malas”, dice Calleja antes de marcharse apresuradamente sin dar más explicación.

La prisa de calleja tiene una explicación. Días después de que el familiares de Ángel Leoncio se enteraron de la visita de La Revista, toparon a Calleja para decirle: mire, ya no queremos que vengan a estar chingando los periodistas, no se qué tanto buscan.

Pero Calleja lo piensa así: “Ya para que se enojan. De todos modos lo que es y lo que hizo Ángel ya ocurrió. No hay manera de cambiar las cosas”.

Calleja tiene razón. Nadie puede cambiar lo que hizo Ángel. Eso lo saben muy bien los familiares de las 13 mujeres que asesinó en su paso por los Estados Unidos y los agentes del Buró Federal de Investigación que siguieron sus pasos para capturarlo.

Por ejemplo. El FBI tuvo que familiarizarse primero con el multihomicidad. Tuvieron que estudiar el fondo criminal, la historia social y la psicología de Ángel. Los resultados indicaron que antes de los asesinatos de mujeres en varias ciudades norteamericanas, cercanas la frontera con México, Ángel Matutino tenía antecedentes criminales.

Datos extraídos por La Revista con autoridades de McAllen y Bronwsville, Texas, indican que en 1976, cuando tenía 16 años, fue deportado luego de intentar cruzar la frontera por las vías del tren de Matamoros, una vieja estación ferroviaria que aún es utilizada para el paso de mercancía.

Después de su deportación en agosto de 1976, Ángel volvió como bumerang pero esta vez por McAllen. Las autoridades de migración lo volvieron a capturar para su deportación.

Nadie sabe cuándo cruzó otra vez la frontera. Pero en 1979 fue detenido por robar un auto y asaltar en Miami, Florida. Seis años después, tras purgar la condena por ese delito, fue lanzado otra vez a México.

Los registros se pierden hasta 1988, cuando Ángel se colocó en una agencia temporal y trabajo en una maquiladora en Texas. Ahí fue detenido y enviado a prisión por dos años hasta 1992. Meses después salió libre deportado nuevamente.

La policía sospecha que Ángel comenzó a asesinar en esas fechas, tras su última detención, pero no fue sino hasta agosto de 1997, cuando dio su primer golpe en Lexington, Kentucky, atacando a Christopher Maier de 21 años cuando caminaba en las cercanías de la universidad. Al parecer Ángel sólo quería asaltar y terminó por apuñalar al muchacho. Su novia que lo acompañaba, escapó de aquella muerte.

Por primera vez, la policía comenzó a recabar los datos del oriundo de San Nicolás Tolentino. Lo describía así: “pelo negro, ojos marrones y tez oscura. Un tatuaje en el brazo izquierdo en forma de serpiente. También un flor tatuada en su muñeca izquierda. Para ese momento Ángel ya se las había ingeniado para falsificar su número de Seguridad Social, su empleo y hasta su nombre: Rafael Reséndiz. Su método era simple: matar y después buscar la forma de salir de ahí. El transporte: el ferrocarril.

"Nunca supo necesariamente a dónde iría, por eso buscaba siempre las vías del tren. Por eso era muy difícil seguirle la pista”, reconoció Juan Douglas, agente investigador que siguió los pasos del multihomicida.

INICIO LA CACERIA

A raíz de la primera víctima, la policía diseminó fotos del asesino. Primero invitando a los ciudadanos a denunciarlo, después ofreciendo una recompensa por su captura de 50 mil dólares. Eso fue un gran error.

Ángel Maturino con su método rústico de matar pues asesinaba a sus víctimas con objetos que encontraba a la mano, comenzó a tener más movilidad. Para el primero 4 de octubre de 1998 a su lista se sumo el crimen de un anciano de 81 años. El asesino mexicano le golpeó hasta matarlo con un martillo.

El FBI reorientó la cacería y ofreció 150 mil dólares. Destinó doscientos agentes a manera de cobertura “reloj”. Es decir, cubrir las áreas en Texas donde existieran tramos con vías del tren. La captura del asesino comenzaba a tomar forma pero Ángel siempre iba dos pasos adelante: El 17 de diciembre de 1998, atacó de nuevo.

Esta vez, la víctima fue Claudia Benton. Ella fue apuñalada y violada. La policía encontró el Jeep Cherokee en San Antonio. El vehículo tenía las huellas digitales de Maturino en el volante.

LLEVANDOSE RECUERDOS

Las pesquisas dieron un dato. El FBI pudo hallar a la esposa del asesino. Se llamaba Julieta Reyes, una mujer que Ángel trajo de Houston. Julieta no sospechaba del comportamiento de su marido pues Maturino siempre buscaba consentirla con cadenas de oro y pequeñas medallas que le llevaba a casa.

En realidad, la joyería había pertenecido a las víctimas. Los parientes de Claudi Beton, identificaron varias de esas cadenas. No tardaron en reconocerlas. Eran de la mujer asesinada el diciembre de 1998.

Hasta esas fechas, Ángel había logrado escapar burlando el eficaz FBI. “Pocos lo han querido decir pero la carencia de un sistema informático que nos permitiera conocer rápidamente la forma en que se movía el asesino, nos impidió capturarlo rápido”, expresa un ex agente migratorio en Bronswville que pide no publicar su nombre pues podrían fincarle cargos, según las leyes norteamericanas.

Por ejemplo, el 2 junio de 1999, cuando Ángel fue capturado intentado cruzar la frontera en El Paso, Texas, el servicio de naturalización, hizo una búsqueda por computadora como un chequeo de rutina con posibles fugitivos u homicidas. La computadora no pudo identificarlo. El homicida simplemente fue deportado.

La mala coordinación entre las autoridades norteamericanas traería consecuencias: en menos de 48 horas, el asesino serial ya había logrado cruzar de nuevo a Estados Unidos, matando a dos más, una mujer de 26 años y otra de 73. Las casas de estas dos víctimas estaban cerca de las vías del tren.


UN HOMBRE HOSTIL

Tras los asesinatos la policía ya tenía un perfil del hombre que prefería moverse en tren para huir después de matar. Era "un hombre con un resentimiento, confundido, hostil y enojado con la policía”.

Algo tenía de cierto este diagnóstico pues coincide con lo que dicen los amigos de juego de Ángel Leoncio acá en México. Margarito Huerta Moctezuma fue uno de ellos. Ahora tiene 46 años. Su casa está a dos cuadras de la primaria.

- ¡Uy sí!, Ángel era maloso y me acuerdo que era bien grosero. No les voy a mentir a veces nos agarrábamos a buenos madrazos pero a él no le importaba que fuera niña o niño.

Sentado debajo de una jacaranda, Margarito suelta: “Ahora que soy profesor yo lo catalogaría como un niño problema porque seguido mandaban a llamar a su papá (su tío Rafael Reséndiz)”.


Margarito cuenta que Ángel era de esos ellos niños introvertidos que poco o nada hablaban de lo que pasaba en casa. Según Margarito, Ángel Leoncio sufría en ocasiones de maltrato y sus compañeros, se daban cuenta de ello: “Llegaba con golpes en los brazos y parece que su papá era militar porque llegaba con unas botas de casquillo con las que también pegaba. Yo creo que eso le afectaba mucho pues hasta su mamá lo dejó”, señala el profesor.

Luego el profesor se mete a casa mientras el sol cae a plomo sobre San Nicolás Tolentino. El griterío de los niños comienza a marcharse. Con ellos la tarde. Sin embargo pocos saben que a unos metros de ahí, vive Francisco Gil Acevedo. Otro de los compañeros de juego de Ángel Leoncio.

El hombre está tan flaco que la carne se le pega a las costillas. Vive a un costado de la plaza principal. Parece ermitaño. Al toque de la puerta se para de un brinco. El reportero le menciona que su foto aparece junto a la de Ángel Leoncio Reséndiz en el álbum de generación de la primaria.

Abre la puerta con cierto recelo pero de pronto algo lo hace cambiar de opinión y la cierra en la cara del reportero. “Sí hizo cosas malas no me interesa, no me interesa”. Y azota la puerta.

Los eslabones de Ángel siguen hasta la vieja hacienda del pueblo que según los habitantes era preferida por varios de los niños para matar el tiempo en los calurosos veranos de San Nicolás Tolentino.

Ahí, entre la humedad y olor a orines que se cuela por entre las paredes de esta hacienda que era sinónimo de poder en el pueblo a principios de la Revolución, era sencillo esconderse de papa o sentarse entre sus arcos viendo pasar el tiempo.

La hacienda, según los relatos de los viejos, fue incendiada por Emiliano Zapata y poco a poco la gente se fue marchando. Con ella fue la infancia de Ángel cuando se fue para la frontera hasta encontrar el tren que lo ayudaría a “brincar” hacia los Estados Unidos escondido entre madera o granos de maíz.

El gusto por esas vías que conoció pasados los 13 años, fue su carta de presentación durante los 2 años que las autoridades norteamericanas le siguieron los pasos. Siempre escapando entre los vagones, luego robando y asesinando.
Ángel Leoncio fue arrestado en julio de 1999 en El Paso Texas. A mil 800 kilómetros de ahí, en su natal San Nicolás Tolentino, tuvieron que enterarse por televisión.

Sólo así su tío Rafael Reséndiz, el hombre que quiso enseñarle a ganarse la vida entre las milpas, pudo apagar la veladora que cada año encendía para pedir que estuviera vivo.

El ritual tuvo éxito a medias, Ángel Leoncio sobrevivió siempre que cruzó el Río Bravo en la frontera. Cada vez que asesinó a cada una de sus trece víctimas. Cada vez que se subió al tren y no cayó a los rieles. Pero lo que es difícil que sobreviva es la decisión de un jurado que ordenó: inyección letal para “El asesino de las vías”.

1 Comenta...:

Anónimo dijo...

Muy intenso señor Dàvila... Me quedo con una sensación de tristeza y ansiedad...
Excelente texto, digno de usted.

Recuerde, soy la del omelette con champiñones en una mañana zacatecana en Sanborns. Second floor

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